La oración que da título a este artículo se emplea para expresar el disgusto que sentimos al tropezar con un poder arbitrario y metomentodo (por ejemplo, el de la Iglesia) cuando estamos tratando de llevar a cabo un proyecto o defendiendo una idea que creemos legítima. Se suele atribuir al más famoso personaje de Cervantes, pero eso es incierto. Lo que dice don Quijote es lo siguiente: «Con la iglesia hemos dado, Sancho», y lo hace, sin segunda intención, cuando ambos andan buscando el palacio de Dulcinea y llegan al templo del pueblo. Le doy las gracias a mi amigo Daniel Duque, que en su día me aclaró esta confusión.
Pero los tiros no van hoy por ahí, sino por esto otro: cada Semana Santa me tropiezo más de la cuenta con el verbo procesionar, un invento de beatos, curas y cofrades. No se caracteriza la Iglesia –ni su entorno– por la innovación, así que esta ocurrencia lingüística me resulta incluso simpática viniendo de una comunidad que hasta hace unas décadas se resistía a emplear el idioma español en su más importante celebración: la misa.
Lo cierto es que por más que he buscado y rebuscado en los diccionarios, no encuentro el verbo procesionar, que vendría a significar algo así como ‘salir en procesión’. Solo la Fundación del Español Urgente se refiere a él, y lo hace para recomendar que no se use. Los beatos le dan un sentido parecido al del intransitivo discurrir (‘andar, caminar, correr por diversas partes y lugares’), con el añadido de incienso, trompetas, tambores y penitentes con capirotes (a los que yo siempre he llamado capuchinos, sean o no franciscanos). Por eso en estos días leemos en la prensa y escuchamos en la televisión y en la radio frases como ‘La imagen procesionará por las principales calles de la ciudad’.
A mí no me disgusta: por lo general recibo con agrado toda muestra de que la lengua es un ente vivo, capaz de sacarse de la manga los ases que necesite en cada momento. Dentro de un orden, por supuesto. Ya veremos qué decide la Real Academia Española en relación con esta palabra, aunque para eso habrá que esperar unos años: no es ninguna novedad que «las voces de la calle» de las que habla Serrat en la canción Cada loco con su tema avanzan a mayor velocidad que ese diccionario que, siempre con retraso, acaba por concederles el honor de incluirlas en sus páginas.1
Y hablando de la Iglesia, con ella se vienen tropezando constantemente –y sin que nadie la haya invitado– todos aquellos que, desde las más dispares trincheras, debaten sobre un asunto peliagudo: la eutanasia. Aquí los curas, obispos y teólogos han mostrado de nuevo su capacidad de ir un paso por delante en lo que se refiere a la lengua –y no, desgraciadamente, en lo relativo al fondo de la cuestión– y le han cogido gusto al verbo eutanasiar, de uso cada día más común pero que, al igual que procesionar, no aparece de momento en el diccionario académico. Con la RAE hemos topado, una vez más.
Ramón Alemán

